icip.cat. Albert Sales Campos. Investigador del Institut Metròpoli.- Entre la Segunda Guerra Mundial y los años 70 del siglo XX, los discursos mediáticos, políticos y académicos, coinciden en que la respuesta ante el delito tenía que ser una combinación de trabajo social, reformas institucionales y programas de tratamiento. En aquel período, reivindicar públicamente soluciones punitivas contra la delincuencia se consideraba, tanto en la Europa de los estados del bienestar como en los Estados Unidos, una salida de tono vengativa que colisionaba con los valores dominantes y la evidencia empírica[2]. Sin embargo, en los años 80 se empezó a perder la confianza en el conocimiento de los expertos y en la capacidad de los estados del bienestar para mantener el orden social. Como resultado, las propuestas punitivas para combatir la criminalidad ganaron terreno.
Este giro represivo proviene de muchas causas interrelacionadas. En primer lugar, las transformaciones que han sufrido las sociedades occidentales en las últimas décadas han supuesto un aumento de las desigualdades, de la pobreza y del paro. En segundo lugar, tras las revoluciones de finales de los 60, hemos vivido una reacción conservadora que ha comportado un cambio en la percepción social de los delitos. Se descalifican las explicaciones estructurales y complejas de la criminalidad tachándolas de «justificaciones sociales del crimen» y avanza un discurso individualista donde los delincuentes son seres egoístas e inmorales que actúan contra los intereses legítimos del resto de la sociedad. Los hurtos, los atracos o el tráfico de drogas ya no se ven como resultado de la marginación y la pobreza, sino como un comportamiento racional antisocial. Y, en tercer lugar, el incremento de hechos delictivos que se produce en las calles de las ciudades, vinculado al consumo de algunas drogas, propicia el ataque a las políticas rehabilitadoras, por ineficaces.
Las propuestas punitivas para combatir la inseguridad han ganado terreno. Se descalifican las explicaciones estructurales y complejas y avanza un discurso individualista donde los delincuentes son seres egoístas e inmorales
La renovada fe en el sistema penal como herramienta de control social está, pues, íntimamente ligada a las transformaciones socioeconómicas del último tercio del siglo XX. El auge del populismo punitivo se concreta en la transformación del papel asignado socialmente a la cárcel, la magnificación de la importancia de la opinión de las víctimas y la politización y el uso electoralista de la percepción de inseguridad.
Si en algún momento del siglo pasado había quien defendía que las sociedades humanas acabarían superando el uso de la reclusión como respuesta a la transgresión de las normas, hoy vemos como las cárceles se han convertido en el eje central de los mecanismos de control penal en todo el mundo[3]. La mayoría de las voces expertas atribuyen el crecimiento del número de internos penitenciarios a transformaciones en las políticas penales y no a un aumento de la delincuencia[4]. El incremento más espectacular se produjo en los Estados Unidos de América, donde la población reclusa pasó del medio millón de personas a más de dos millones entre 1980 y 2008. El inmenso volumen de actividad del sistema penitenciario norteamericano ha dado lugar a lo que la profesora Angela Davis denomina el “complejo industrial carcelario”: un entramado de intereses económicos y corporativos que se alimentan del hecho de que las cárceles se hayan convertido en una pieza fundamental de la gobernabilidad de los malestares propios de las sociedades postindustriales[5].
El caso extremo de Estados Unidos ilustra una tendencia común en todas las sociedades occidentales. La pérdida de confianza en la función rehabilitadora de las cárceles no ha llevado a cuestionar la utilidad de la reclusión; en lugar de preguntarnos si encerrar durante largos períodos de tiempo a las personas que cometen delitos en enormes instalaciones en las afueras de las ciudades tiene algún efecto reeducativo, hemos asumido acríticamente que encarcelando a más gente viviremos más tranquilos. Se espera que las instituciones penitenciarias trasladen al delincuente el rechazo y el deseo de venganza de la sociedad y que mantengan controlados a los individuos peligrosos con el fin de preservar la seguridad del resto de la ciudadanía[6].
En España, la aprobación del denominado Código Penal de la Democracia, que el año 1995 substituyó a la legislación penal franquista, introdujo penas substitutivas de internamiento penitenciario, pero también más severidad y un alargamiento efectivo de la duración de las penas por la supresión de la posibilidad de reducción por trabajo. Desde entonces, la historia del sistema penal español ha estado marcada por el punitivismo y las sucesivas reformas se han orientado a ampliar los supuestos de entrada en las cárceles y los tiempos de internamiento.
En lugar de preguntarnos si encerrar durante largos períodos de tiempo tiene algún efecto reeducativo sobre las personas que cometen delitos, hemos asumido acríticamente que encarcelando a más gente viviremos más tranquilos
La introducción de la cárcel permanente revisable, aprobada en el año 2015 por el Congreso de los Diputados como parte de la ley de Seguridad Ciudadana, es muy representativa de esta tendencia punitivista. Supone un internamiento penitenciario de temporalidad indefinida y, a pesar de que la privación de libertad se puede revisar, la intención de incorporarla al ordenamiento jurídico responde a la voluntad de disponer de un castigo equiparable a la cadena perpetua. Tal y como se expresa en la exposición de motivos, la prisión permanente revisable está pensada para «delitos de extrema gravedad en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido».
Durante la legislatura que va de diciembre de 2011 a abril de 2014, el entonces ministro de Justicia en España, Alberto Ruiz-Gallardón, anunció cambios en el sistema penal que incluirían la prisión permanente revisable y la custodia de seguridad, con la finalidad de proporcionar una respuesta penal más adecuada a ciertos crímenes que causan una especial repulsa social. Desde los primeros debates al respecto, la defensa de la privación de libertad indefinida se basaba en el rechazo social y en la alta peligrosidad de algunos tipos de delincuentes. Es decir, se aceptaba y se justifica la cadena perpetua, por más revisable que fuera, por la necesidad de castigar el crimen y para salvaguardar la seguridad, considerando que, para algunos delitos, la función rehabilitadora no tenía ningún sentido.
Para justificar esta preponderancia de la función retributiva del sistema penal, los discursos del populismo punitivo convierten la relación entre las víctimas y los delincuentes en un juego de suma cero. Cualquier cuestionamiento de la utilidad de mantener encarcelados a los causantes del dolor ajeno se considera un insulto hacia sus víctimas.
No es casual que los incrementos en las penas se anuncien en medio del revuelo causado por casos de asesinato y agresiones sexuales a niños y adolescentes, o que los testigos de estas víctimas y sus familiares sean centrales en los debates políticos y en las tertulias. En España, para la reforma penal del 2015, el Partido Popular utilizó el triste caso de Marta del Castillo para apelar a la visceralidad de la opinión pública y convertir la necesidad del endurecimiento de la severidad del sistema penal en sentido común. El febrero de 2014, este partido, entonces en el gobierno, citó para que compareciera en el Congreso de los Diputados al padre de la joven asesinada el año 2009 para defender sus propuestas de tratamiento de los crímenes para los que consideraba que no había reinserción posible. La comparecencia situaba a la víctima en el centro del debate, como se había hecho en otras ocasiones en los debates sobre el tratamiento penal de los condenados por terrorismo.
Los discursos del populismo punitivo convierten la relación entre las víctimas y los delincuentes en un juego de suma cero, y se asume que todas las víctimas comparten un mismo deseo de venganza
El supuesto interés de las víctimas pasa por encima del interés común. Se asume que todas ellas comparten un mismo deseo de venganza; la severidad del castigo se presenta como parte de su compensación y los posibles beneficios penitenciarios para los penados parecen un agravio para el conjunto de la sociedad. Se exige más prisión y durante más tiempo, con independencia de la evidencia empírica que pone en cuestión que la duración de las condenas tenga relación alguna con las probabilidades de reincidencia. Como señala David Garland[7], antes de los años 80 era impensable que personas con responsabilidades políticas en las democracias occidentales manifestaran públicamente su apoyo a la venganza institucional o al castigo expresivo del delito por parte del Estado, pero la instrumentalización del sufrimiento ha permitido normalizar la visceralidad en los debates públicos sobre crímenes y penas.
Ante el desprestigio de la política (y de los políticos), ofrecer respuestas concretas a hechos impactantes se ha convertido en una herramienta para llegar al electorado. Las respuestas a las inseguridades provocadas por el aumento de la pobreza y la precariedad son percibidas como insuficientes y la mayoría de los partidos políticos se concentran en los miedos para los que sí parece existir una receta sencilla y fácilmente comunicable. Aparentemente, es más fácil proponer incrementos de efectivos en los cuerpos de seguridad o modificaciones normativas que se identifiquen como mano dura ante el delito y el incivismo que debatir acerca de políticas sociales, laborales o de vivienda, y las implicaciones que éstas tienen en los privilegios de las élites económicas.
En el alarmismo que se genera en torno a crímenes especialmente repulsivos o a la peligrosidad de los delincuentes multirreincidentes, se identifican algunas de las estrategias de manipulación informativa descritas por Noam Chomsky. En primer lugar, sirven como distracción de otros problemas cotidianos mientras que dan relevancia a problemas inexistentes para los que se ofrecen soluciones fáciles (no me refiero a los crímenes en sí, sino a la supuesta laxitud del sistema penal que se pretende solucionar a golpe de reforma penal). En segundo lugar, buscan generar respuestas emocionales evitando un análisis contrastado de las alternativas. La centralidad de las víctimas, el foco sobre casos extremos, la interpelación al miedo por la integridad física propia y la de los seres queridos, etc., anulan deliberadamente el debate en torno al interés colectivo. En tercer lugar, mantienen al público en la ignorancia ocultando los datos objetivos sobre criminalidad y delincuencia y desacreditando sus fuentes. Y, en cuarto lugar, parten del conocimiento de las dinámicas sociales y de las corrientes de opinión que ofrecen las herramientas de análisis sociológico del Estado y de empresas especializadas, ya que el populismo punitivo responde a cálculos electoralistas basados en sondeos y encuestas.
Aparentemente, es más fácil proponer incrementos de efectivos en los cuerpos de seguridad o mano dura ante el delito y el incivismo que debatir acerca de políticas sociales, laborales o de vivienda
El discurso del populismo punitivo mezcla los asesinatos, la violencia sexual o el terrorismo con la delincuencia del día a día y la percepción de inseguridad. La preocupación por la llamada delincuencia común no solamente se expresa en las reformas legislativas; también ha comportado la adopción y la normalización de las llamadas políticas de «tolerancia cero». Este término se popularizó a partir de la publicidad internacional que recibió la estrategia que el alcalde Rudolph Giuliani puso en marcha en Nueva York entre 1995 y 2000. El foco de la política «anticriminal» de Giuliani fue el acoso permanente a las personas más empobrecidas de la sociedad presentes en espacios públicos. Mediante la intensificación de la presencia de policía uniformada en las calles de la ciudad, William Bratton, el jefe del NYPD, se propuso luchar contra realidades tan diversas como la compra y la venta de drogas a pequeña escala, la prostitución, el sinhogarismo, los grafitis, etc., y se refirió a las personas involucradas como «parásitos» sociales (squeegee pest).
En cinco años, el número de efectivos del NYPD aumentó en 12.000 agentes (un 26 % del total), mientras que disminuía en 8.000 el número de trabajadores y trabajadoras de los servicios sociales. El descenso de la criminalidad en la ciudad se atribuyó a la agresiva política de persecución, y think tanks como la Heritage Foundation o el Manhatan Institute convirtieron a William Bratton en una celebridad de la criminología conservadora a escala internacional. Pero en su ofensiva publicitaria olvidaron intencionadamente que otras ciudades como Boston o San Diego experimentaron una reducción de la criminalidad similar a la de Nueva York con estrategias basadas en la mediación y sin aumentar el número de agentes callejeros. También obviaron que el descenso de la criminalidad se inició tres años antes del nombramiento de Giuliani y del inicio de sus políticas[8].
La expansión (y el éxito) de los discursos políticos y mediáticos de la tolerancia cero tiene consecuencias sobre la percepción social de los mecanismos de control y castigo del delito. Hay tres que merecen una mención especial: dan a entender que se puede combatir y reducir la delincuencia sin tener en consideración sus causas; vinculan problemas como la suciedad, el ruido o las muestras de pobreza en la calle con la delincuencia; y convierten a los cuerpos policiales en los encargados de solucionar un interminable abanico de problemas enmarcados en el ámbito difuso de la convivencia.
La expansión (y el éxito) de los discursos políticos y mediáticos de la tolerancia cero tiene consecuencias sobre la percepción social de los mecanismos de control y castigo del delito
Vehicular las reacciones a las inseguridades y las molestias percibidas por los vecindarios a través de los cuerpos policiales desplaza la responsabilidad del cuidado de las relaciones sociales y comunitarias hacia una autoridad externa especializada en el control, con la que se establece una lógica de queja-respuesta y a la que se piden soluciones inmediatas sin necesidad de interacción entre las partes en conflicto. Las quejas que movilizan los recursos policiales suelen focalizarse sobre los individuos que generan incomodidad y que son más visibles y presentes en las calles. Controlar la actividad de jóvenes, personas sin techo o grupos de personas que se reúnen en el espacio público a causa de la precariedad de sus viviendas o habitaciones, acaba convirtiéndose en una exigencia por parte de los vecinos y vecinas hacia las administraciones públicas, personificadas en los agentes de policía.
El endurecimiento de los códigos penales se frenó poco después de la crisis financiera de 2008. En España, la población reclusa llegó en aquellos momentos a su máximo histórico, con 76.951 personas encarceladas, 164 por cada 100.000 habitantes,[9] para iniciar un lento descenso en los años siguientes. En Estados Unidos, demócratas y republicanos coinciden en la preocupación por los costes económicos del encarcelamiento masivo. Un informe del Brennan Center for Justice[10] publicado en 2016 estimaba que el 39 % de las personas que cumplen condena de privación de libertad en ese país no representaban un peligro para la seguridad ciudadana, y que podrían estar cumpliendo penas alternativas que supondrían un ahorro de más de veinte mil millones de euros anuales. Algunas propuestas planteadas en el informe, como el desarrollo de programas de deshabituación de drogas ampliamente extendidas en los barrios empobrecidos, o la reducción de las penas a personas culpables de delitos violentos, han tenido mayor aceptación entre representantes políticos de la que se hubiera esperado hace una década, a la luz de los elevados costes económicos de las políticas de encarcelamiento masivo.
La alternativa al populismo punitivio no es negar el derecho de las personas a sentirse seguras, sino impulsar políticas que realmente generen seguridad, y una cultura de los cuidados que desplace la cultura del control
Aunque sea por su insostenibilidad financiera, la escalada de demandas de más cárcel y durante más tiempo parecefrenarse. Sin embargo, el populismo punitivo sigue siendo la respuesta preferida ante los problemas que causa el modelo neoliberal de relaciones económicas y sociales. La precariedad provocada por la desregulación de los mercados, la erosión de los mecanismos de protección social y la criminalización de la pobreza (basada en la individualización de los problemas sociales) necesita un aparato represivo en constante expansión[11]. Este aparato se concreta en condenas de prisión más severas, pero también en la amplia aceptación social de propuestas de más control del espacio público, de mayor presencia policial en todos los ámbitos de la vida, y de ampliación del castigo hacia cualquier comportamiento que no encaje con los estilos de vida mayoritarios.
El punitivismo aparca cuestiones fundamentales para la construcción de la seguridad. El discurso del populismo punitivo pone en cuestión la garantía de derechos en favor de las pulsiones vengativas y las ansias de control y, de paso, explota y amplifica los miedos más básicos. La alternativa a este discurso no es negar el derecho de las personas a sentirse seguras, sino impulsar políticas que realmente generen seguridad. Los barrios más seguros son aquellos en los que la gente se conoce e interactúa, donde los desahucios o las movilidades forzadas no se han instalado con normalidad en la vida cotidiana, donde las calles son realmente espacio público disponible para la interacción social. Ni el control ni el castigo son recursos efectivos para incidir sobre estas vertientes de la seguridad. Para combatir la incertidumbre sobre el futuro y la angustia generadas por la precariedad y la pobreza, son necesarias políticas sociales, solidaridades comunitarias y una cultura de los cuidados que desplace la cultura del control.
Este artículo ha sido traducido del original, en catalán.
Sobre el autor
Albert Sales Campos
Doctor en Criminología por la UPF y diplomado en Estudios Superiores Especializados en Sociología por la UB, es investigador en el Institut Metròpoli de Barcelona y profesor asociado de la UPF. También tiene un máster en Políticas Públicas y Sociales (UPF y Johns Hopkins University) y es licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración (UPF). El área de investigación principal es la exclusión social en las zonas urbanas.
Fotografía
Hileras de alambre de púas contra un edificio residencial abandonado con fondos de ventanas rotas. Autoría: Mabeline72 (Shutterstock).