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Cuidados, comunidad y transformación
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Educadora y jovén abrazándose

La Educación Social en la encrucijada

Valga por adelantado mis condolencias tanto para la familia y amistades de esta persona como para sus personas cercanas y compañeras de trabajo. Retomo este escrito al aparecer otra noticia, esta vez desde Bilbao, donde una educadora sufrió una agresión, en un piso de tutela de menores, a principios del mes de julio.

No pude evitar relacionar estas noticias con la relatada, también en el mes de marzo, en los noticiarios de nuestra provincia, La Rioja, sobre los casos de prostitución de niñas, tuteladas por nuestra Comunidad Autónoma, y residentes en pisos de protección. También es una noticia que crea repulsa y conmueve nuestras emociones para posicionarnos a favor de las víctimas y en contra de los abusadores (proxenetas y pederastas).

Ambos hechos, realmente dramáticos y dignos de condena, crearon la reacción de profesionales de la intervención social, colegios de trabajo y educación social, sindicatos y muchas otras organizaciones. En la mayoría de las ocasiones, tanto en comunicados como en entrevistas a trabajadores y trabajadoras de la intervención social y artículos en medios de comunicación se habla de algunas de las carencias de los sistemas que atañen a la infancia y adolescencia más vulnerable, las políticas de protección y de reforma de nuestro país.

La mayor parte de las críticas se centraron en dos hechos que comparto sustancialmente. Por un lado, se habla de las malas condiciones laborales de los y las profesionales que se dedican a compartir su vida laboral con estos niños, niñas, adolescentes y jóvenes. Se habla de trabajos mal retribuidos, turnos interminables, intrusismo profesional, malas condiciones habitacionales en algunos de los recursos… sin lugar a dudas, todos estos factores no facilitan la convivencia en estos “hogares”.

Por otro lado, también se critica la externalización de estos servicios a empresas y fundaciones. No podemos olvidar que, con la llegada de las leyes de servicios sociales a las distintas comunidades autónomas, se abrió una caja de Pandora que favoreció la entrada a empresas de servicios y fundaciones, que probablemente cumplen con las condiciones y pliegos a las que las someten las instituciones públicas, pero que la mayoría de las veces, por no decir siempre, priorizan los márgenes económicos a los de la supuesta calidad del servicio. Podemos añadir a este punto, además, que los pliegos, en general, favorecen a las grandes fundaciones y organizaciones, en detrimento de las pequeñas asociaciones y entidades con arraigo en los territorios y barrios de las ciudades, que son las que mejor conocen el tejido social de la población con la que trabajan y conviven en su día a día.

Sin embargo, lo que realmente eché de menos en los diferentes textos leídos sobre las dos tristes noticias, es una crítica a la necesidad de cambiar de una vez por todas la organización y gestión de los pisos tutelados (además de otros temas de fondo que no da tiempo de cuestionar en este texto).

Para profundizar en esto, pónganse por un momento en la piel de un o una niña de 6, 8 o 10 años que vive en uno de estos pisos de tutela o, mejor, si tiene hijos, imagine que, por azares de la vida, terminaran en uno de estos pisos. Imagine que el primer lunes del mes aparece un equipo de técnicos que trabajan de 7 a 15:15 horas, otro equipo que trabaja de 15:30 a 22:45 y por la noche otra persona llega para pasarla con sus hijos. Imagine que las personas que entraron al turno de mañana trabajan de lunes a viernes y luego desaparecen durante 6 días, en los cuáles no sabes nada de ellos y ellas, siendo sustituidas por otras adultas. Imagine que aparecen al viernes siguiente en el turno de tarde, y luego se quedan el turno de fin de semana, durante todo el día menos la parte de la noche, y que luego empalman la semana siguiente con el turno de tarde. Y que luego se van el fin de semana… y así continuamente, en un eterno sinfín de personas que orbitan alrededor de los niños y niñas, pero que ninguno se mantiene de continuo. Y ahora imagine en estos puestos laborales un constante entrar y salir de gente, sobre todo joven, recién salida de la universidad, porque las malas condiciones hacen que los y las profesionales busquen pronto otros puestos de trabajo donde los horarios y las condiciones laborales sean más dignas. Y por añadidura, según relatan estos y estas profesionales, son acribilladas, dependiendo de la empresa para la que trabajan, a tareas que poco tienen que ver con compartir el día a día con la chavalería, como emitir informes, registrar actividades, hacer planificaciones y evaluaciones, lo cual les supone estar muchas horas delante de un ordenador, sin poder relacionarse con las criaturas.

Cómo cree que se sentirían sus hijos e hijas, cómo se sentiría usted, si siendo un niño o una niña viviera en estas condiciones… ¿Es posible adquirir un apego seguro en estas circunstancias? ¿Es posible que un niño, niña o adolescente pueda confiar plenamente en alguna persona adulta en estas circunstancias, sabiendo que pueden volver a abandonarte en cualquier momento? Yo creo que no. Y por mi trabajo, cuando hablo con jóvenes que han pasado por estas situaciones, en ocasiones durante 8, 10 ó 12 años, y les pregunto cuántos personas adultas han sido referentes para ellos y ellas, suelen responder que “un par de ellos y ellas”, “una vez con una psicóloga que era muy maja” o “conecté con un educador que hablaba mucho conmigo, pero terminó marchándose como los demás”. Desde mi punto de vista esto supone maltrato institucional. Y lo peor de todo es que se lleva dando desde siempre. La entrada en vigor de las leyes de protección y reforma no sirvieron para mejorar estas situaciones, pues aun siendo necesarias, tal y como fueron redactadas, con sus posteriores reglamentos, desnaturalizan la relación entre las personas, imponen protocolos que impiden la creación de vínculos sanos, se basan en pliegos donde muchas veces se ha priorizado lo económico a lo humano… haciendo que la educación social, en muchas ocasiones, se haya convertido en un trabajo de control y cumplimiento de normas, sin espíritu alguno de transformación social, que es para lo que nació.

La educación social brotó en nuestro país de cientos de iniciativas surgidas en los barrios de nuestras ciudades: la educación de personas adultas en escuelas y ateneos populares, la educación de calle “importada” de Francia (entre otros por Julián Rezola y llevada al barrio de Yagüe de Logroño a través del Movimiento Pioneros), las asociaciones de animación socio-cultural y tiempo libre y las entidades creadas por familiares de personas con diferentes discapacidades.

De esta combinación de propuestas sociales, mantenidas a través de la militancia social y la participación ciudadana (mucho antes de crearse las leyes de voluntariado), es desde donde surge nuestra profesión. Y esto siempre supuso un alto grado de compromiso y muchas ganas de transformar la sociedad desde lo más cotidiano, lo que nos rodea.

Las principales herramientas que tuvieron esas personas, muchas de ellas sin ningún título académico, fueron su propia personalidad, su capacidad de crear vínculos con las personas con las que convivían y la fuerza comunitaria que suponía la unión con sus vecinos y vecinas. Podemos resumir estas cualidades a través de lo que Faustino Guerau de Arellano, uno de los máximos impulsores de la educación social en nuestro país, exponía en su libro La vida pedagógica: “para ser educador se necesita ser biófilo, amar profunda, serenamente la vida”. No permitamos que esa supuesta “calidad del servicio” que nos han impuesto desde lo académico y las políticas europeas de control y sometimiento, a través de sus procedimiento y protocolos, atenacen y opriman lo que debieran ser las relaciones humanas, la Vida.

Estamos a tiempo de cambiar los parámetros y las premisas que nos imponen desde hace años. Indaguemos en los orígenes de nuestra profesión, en su prehistoria. Reinventemos y actualicemos otra forma de hacer educación social. Creemos iniciativas al margen de lo institucional que nos acerquen a las personas. Busquemos todos los huecos y grietas que desde nuestros puestos de trabajo nos permitan vivir, emocionarnos y apoyarnos con los niños, niñas y jóvenes a las que acompañamos. Solo desde ahí, a lo mejor, podemos evitar que sucedan hechos terribles como los que impulsaron a escribir estas líneas, porque solo desde ahí podemos crear vínculos reales con las personas con las que convivimos en nuestro quehacer diario, para acompañar sus procesos de cambio desde el amor y la preocupación de construir juntos un entorno mejor que el que tenemos.